La
conquista de México
La historia de la conquista del actual territorio mexicano
comenzó realmente en 1517, cuando el navegante Francisco Hernández de Córdoba
exploró la costa de la península de Yucatán.
Aunque los mayas pasaban por una etapa de decadencia, sus
ciudades y su organización impresionaron vivamente al explorador.
Gravemente herido en un combate con los indígenas, éste
regresó a Cuba con las noticias de lo que había visto.
El gobernador de Cuba, Diego Velázquez, pensó que podía
beneficiarse con el descubrimiento hecho en Yucatán. Organizó una nueva
expedición, bajo el mando de Juan de Grijalva y éste no sólo confirmó la
información de Hernández de Córdoba, sino que cuando exploraba el actual
territorio de Veracruz se enteró de que existía un rico imperio que dominaba la
región y que era temido y odiado por otros pueblos indígenas.
El gobernador Velázquez decidió enviar una flota más grande
y bien armada. Reunió 11 naves y casi 700 hombres y dio el mando de la
expedición a Hernán Cortés, quien había sido su socio en varios negocios: le
ordenó explorar las costas y comerciar con sus habitantes. Cortés, sin embargo,
tenía otras intenciones.
Al desembarcar en tierras de Veracruz y entrar en contacto
con sus habitantes, Cortés y sus hombres se dieron cuenta de que efectivamente
la riqueza del imperio era grande y de que los pueblos sometidos resentían la
dominación azteca. Cortés decidió avanzar hacia el interior.
Conforme a la ley española, formó el ayuntamiento de la Villa
Rica de la Vera Cruz e hizo que sus autoridades lo nombraran jefe de la
expedición. De esa forma, sólo debería obediencia al Rey de España y no estaría
sometido a la autoridad del gobernador Velázquez.
En su marcha hacia Tenochtitlan, Cortés siguió una táctica astuta: atemorizaba
a los indígenas con su fuerza militar y su crueldad, y al mismo tiempo los
invitaba a que fuesen sus aliados. Así fue como los tlaxcaltecas, enemigos
irreconciliables de los mexicas, decidieron apoyar a Cortés, cuando al
principio habían luchado en su contra.
Al llegar al Valle de México, los españoles fueron bien
recibidos por el tlatoani Moctezuma, quien los alojó en el palacio de
Axayácatl, cercano al recinto sagrado.
Moctezuma era un guerrero experimentado, pero ahora estaba
dominado por la indecisión y el temor. Hombre supersticioso, pensaba que tal
vez los extraños visitantes eran dioses, como lo anunciaba una antigua
profecía. Decidió obedecer a Cortés y entregarle valiosos tributos, con la
esperanza de que los españoles regresaran por donde habían venido.
La presencia de los extranjeros ofendía al pueblo de
Tenochtitlan, pero era tanto el respeto que sentían por la figura del tlatoani,
que nadie se atrevía a contradecirlo. Esa calma terminó de manera violenta.
Cortés salió de Tenochtitlan obligado a marchar con parte de
su ejército hacia la costa del Golfo, para combatir a las tropas que el
gobernador de Cuba había enviado para arrestarlo.
Cortés dejó una guarnición en Tenochtitlan al mando de Pedro
de Alvarado, gente de toda su confianza.
Alvarado era un soldado impulsivo y cruel. Temía un ataque
de los aztecas y aprovechó que en una gran ceremonia religiosa estaba reunida
la nobleza azteca, sus jefes militares y sus sacerdotes.
Estaban desarmados y danzaban cuando Alvarado lanzó contra
ellos a sus tropas y a las de sus aliados. La matanza fue terrible. Cientos de
mexicas murieron ese día. Eran los dirigentes que se habían educado en el calmécac,
los veteranos de guerra, los intérpretes de códices.
La matanza provocó una enorme indignación. Los aztecas se
lanzaron contra el palacio de Axayácatl, donde los españoles se atrincheraron,
llevando con ellos a Moctezuma y a otros jefes aztecas.
El palacio quedó cercado, casi sin agua, ni alimentos.
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